lunes, 14 de junio de 2010

Antes del puntapié inicial

Acostumbrados a vivir cerca del retraso tan cotidiano, me desperté tarde- por no decir demasiado-, apenas minutos antes del gran momento.

Desplegué los pies en el piso -no se cual primero, seguro fue el derecho-. Ante una mañana nublada y entre la llovizna molesta decidí entregarme a la ducha transformadora de buen humor, elegí la ropa que descansaba en el piso, me empilche para la ocasión y no suelta de abrigo (campera, gorro y bufanda) abrí la puerta de mi casa con el fin de ver la mañana con otro color de ojos.

Debo admitir, las primeras miradas se desviaron hacia los perros vestidos -también con bufandas-, al rato, llegando a la avenida Rivadavia, las palpitaciones surgieron efecto, entre otras cosas, porque ya sabía sobre mi retraso (respecto al tiempo, ya que mis problemitas mentales existen hace rato). Y, asimismo, sospechaba que mis amigos iban a tener las palabras adecuadas para crucificarme apenas cruzase la puerta: “vos si que la hiciste bien. Llegaste tarde para no ir a hacer las compras”. Y si, tenían razón. Mirándolo así, tiré a chanta.

Mientras avanzaba, las familias corrían alegres, algunas mujeres permanecían caminando, pero en las cintas de algunos gimnasios –hecho totalmente inexplicable-. Los más chicos aceleraban sus pasos, sobre la avenida, con el fin de no perderse absolutamente nada de la historia que se pegan en los álbumes de figuritas. Las panaderías no daban a vasto con las medialunas, los cañoncitos, los vigilantes y las tortitas negras, ya que iban a oficiar de bulto dulce y silencioso para intentar mantener a los maridos sin gritar, al menos por unos segundos. Los carniceros permanecían locos y dispuestos a tirar pedazos de carne, como si fuesen piedrazos, a quien se atreviera entrar segundos antes de la magnifica apertura; los verduleros no lanzaban el tomate y la lechuga por la cabeza de los clientes, solo para aparentar ser cortés; otros locales directamente anunciaban el cierre durante dos horas; las peluqueras estaban disfrazadas y sin ganas de chusmear; pero la nota de color fue para los automovilistas, los repartidores de todo tipo de productos condenados a trabajar ese bendito día. Ellos fueron quienes, con sus bocinazos y banderazos, marcaron la aproximación de la hora clave, del momento justo.

Señores, Dios se aproximaba con traje y candado y solo dos especies de humanos no estaban frente al LCD de 50 cuotas y no se cuantas pulgadas. La primera especie tiene características bastante conocidas: manejan (muy mal), son hombres, en su mayoría se ganan el premio al mal humor, no saludan y son capaces de tirarle el automóvil cerca de un charco con el único objetivo de mojar a al pobre individuo que se encuentre en la vereda. Si, acertaron, el primer espécimen se trata de los colectiveros.

La maldición se echó sobre ellos. Mejor dicho, la maldición del D10s cayó encima de los tipos con toppers blancas. Andar aumentando el ruido del motor para imposibilitar el grito de una ciudad entera al momento del cabezazo de Heinze fue una guachada inmensa, no lo voy a negar. Igualmente, fue un poco drástico e injusto, además, para la otra especie humana que no quiso levantarse temprano y –ups- llegó tarde con un insuperable objetivo: presentarse cuando la picada ya estaba, muy bien presentada, en la mesa y con la carne en el horno.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hace mucho que no entraba a tu blog y me quede releyendo tus escritos y la verdad me encanta la manera tan personal de escribir que tenes ya se que te lo dije muchas veces pero es la verdad , y no viene mal volver a repetirlo.
seguí así roma que vas por el camino correcto

besos
cd